Obispado de Mondoñedo

Ilmo. Sr. D. José Aguirre, 1936

 El silencio era total, sólo se oía una voz, grave, dura, contundente. La mitra dorada del prelado relucía en la catedral, hoy completamente llena. Desde hace meses, domingo tras domingo, la misa de las doce de la mañana se convertía en lugar de exacerbado culto, y sobre todo de adoctrinamiento. Moral, dentro de la Iglesia, y militar en las charlas celebradas en el atrio de la catedral y en la próxima plaza de Alfonso XIII. Nada más entrar en el Templo ya se percibían las camisas azules. Al principio solo ocupaban los primeros bancos, después fueron llenándolo todo, cada vez más, cada vez más violentos. Habían llegado de todas partes. Las calles más próximas a la catedral se encontraban atestadas de grandes coches, orgullo de sus dueños, evidencia de su poder.

Dentro, su voz potente llegaba a todas las esquinas de la vieja catedral. Sus palabras laceraban las conciencias, reclutaban guerreros para la causa. Subido al púlpito, situado a la derecha de los presentes, exhortaba a la revolución, pero no a esa que mantenía la clase obrera, si no a aquella otra que suponía volver al estado anterior. La Iglesia serviría de faro para todos aquellos que quisiesen luchar por la Nación, el amor a Dios como fuente para garantizar la paz.

Y elevaba la voz, al tiempo que el olor a incienso ocupaba toda la catedral, para pedir lucha,

– ¡Hay que acabar con todos aquellos que atacan a la Iglesia, que queman monasterios y conventos! ¡Asesinos de monjas y religiosas¡ Solo pueden denominarse así: ¡Asesinos¡

Y el murmullo se extendió entre los bancos al tiempo que los brazos se tensan, y en el techo oscuro, el destello de un revolver sacado de su funda ilumina la mirada de muchos.

Y de nuevo la voz del Obispo Aguirre exhortando a acabar con los que quieren una sociedad nueva.

– El matrimonio es la única forma que la Iglesia admite de unión entre un hombre y una mujer, lo demás es pecado. Quienes promueven una sociedad libertina, al margen de Dios, no forman parte de la Iglesia, son pura herejía. ¡Hay que acabar con ellos! , ¡no hay otra forma de terminar con sus ideas!

Y continuó, cada vez mas exaltado, rojo de ira, fuera de si, como si realmente estuviese presenciando aquello que narraba:

– El maligno, el Ángel más terrorífico de todos los ángeles caídos en desgracia, el verdadero Diablo, se encuentra detrás de todos estos hombres que quieren acabar con nuestras familias, que quieren un futuro corrupto, sucio, para nuestros hijos, que actúan contra la Iglesia, contra Dios.

Un nuevo murmullo de aprobación se oyó en la Iglesia, ninguno de aquellos hombres quería una sociedad nueva. Disfrutaban de los privilegios de ser señores, de amantes y criadas, y no percibían otra forma de sociedad que aquella en donde el hombre, es hombre, amo y señor, y la mujer, fiel compañera, cría los hijos y cuida a su señor. Las palabras del Obispo dotaban aquella percepción del carácter de mandato divino.

– ¡Eso es lo que Dios quiso y por lo que la Iglesia debe de velar¡ Fuera de la Iglesia solo se encuentra el abismo del pecado, el libertinaje, la corrupción y los cuerpos entregados al Diablo! ¡Los comunistas y los anárquicas, el Frente Popular, son verdadero pecado, pura herejía!. ¡Hay que acabar ellos, con quienes amparan y difunden sus ideas!

Un clamor se extendió entre los asistentes, la voz común, que al principio solo se oyó en corrillos, se hizo única, y como cada domingo, un grito único salió de la Iglesia y rompió el silencio del pueblo:

– ¡Muerte a la herejía!

El silencio volvió al interior del Templo, un breve instante, el necesario para que los presentes pudieran escuchar los disparos de revólver, uno, dos, tres, cuatro, hasta cinco disparos, que como salvas anunciaban lo que ellos ya sabían, se avecinaba un nuevo tiempo.

El Obispo bendijo a los presentes, con las palabras del Ritual. Obviando el verdadero valor de cada una de aquellas palabras. Un contrasentido más en su discurso, tal vez menor, fruto de la monótona formula de terminación de los oficios

– La Paz del Señor os acompañe siempre.

Una frase que sin embargo contenía la esencia de su pensamiento, la de muchos de aquellos que ocupaban los bancos de la Iglesia: la paz solo se consigue con la guerra, limpiando la sociedad de rojos libertinos, imponiendo los viejos valores de la Iglesia. Otros muchos, ni tan siquiera llegaron a pensar, se limitaban a desear, ellos resumían todo en una palabra, en un deseo

  • ¡Sangre!