II
En la Sacristía aguardaba al Obispo un hombre menudo, bajito, quien también vestía camisa azul. Espero a que el Obispo despidiese a los últimos fieles, que se arremolinaban en torno suyo. Acudían, de nuevo, a agradecerle sus palabras
– Don José, ha estado magnifico. Alguien tiene que decir al pueblo lo que esta sucediendo. La Iglesia no puede quedar al margen. Debemos salir a la calle y hacerles frente.
– Ya sabéis que me limito a transmitir lo que dice el Evangelio. Esta sociedad no es la que quiere Dios, y a nosotros nos corresponde cambiarla. No podemos permitir la muerte de sacerdotes y religiosas, ni un país en manos de la clase baja, desagradecidos estómagos vacíos que no respetan lo que se ha hecho por ellos durante siglos. En vuestras manos está luchar para impedir que esto siga igual.
El Obispo Aguirre estaba impaciente por conocer las noticias que le traía el hombre que lo estaba esperando. Despacho con una prisa inusual la larga fila de falangistas que buscaban en las palabras del Obispo una señal sobre los nuevos pasos a dar. El Obispo no solo era un guía espiritual sino que se había convertido en el verdadero jefe de la silenciosa revuelta que preparaban los falangistas.
Frente a la calma y bondad que emanaba en su atención a los fieles, el ser exacerbado, exigente e irascible lo guardaba para quienes de uno u otro modo se encontraban sometidos a sus órdenes. Y en efecto, sus gritos no tardaron en repetirse y esta vez no de anhelo a un ejército necesitado de dirección, sino de pura rabia al escuchar lo que aquel hombre tenía que decirle.
– No hemos sido capaces de encontrar el libro- le manifestó temeroso aquel hombre.
– ¡Como me puedes decir eso, Edelmiro! Te has ido con un encargo y no puedes volver con nada. Sabíamos que los libros se encontraban en el Hospital de Pobres, tu labor no terminaba hasta volver con ellos. ¡Me da igual si tienes que tirar el edificio!- le dijo airado el Obispo Aguirre.
– Nos han robado los obreros. He podido recuperar el arca que contenía los libros. Pero no hemos podido encontrar ninguno de ellos. Hemos dado muerte a los obreros, pero ni aun así.
– Inútil, inútil…. …. Para que tienes las manos, matarlos era lo peor que podías hacer. Ahora será imposible saber donde están los libros.
– La mujer de uno de ellos, del maestro de obra, acabo confesando que vendió los libros a un hombre que le entregó una fuerte suma de dinero. Tuvimos que darle una buena paliza para que nos confesara que ese hombre venia en nombre del Obispo de Tui.
– Voy a acabar con él, es tan hereje como su antecesor. ¿Cómo era ese hombre?
– Aquella mujer dijo que era un hombre distinguido al que no había visto nunca. Alto y con bigote, no era de la ciudad. Le proporcionó un nombre absurdo, dijo llamarse Magdalena.
– No me digas más, volvemos a partir de cero. ¡Inútil!. Solo se me ocurre un nombre, el de Juan Freixido. Buen amigo del Obispo, y ya veo que también masón. Si el Obispo no colabora nada tendremos y sacarle una sola palabra a Freixido va a ser imposible.
El Obispo Aguirre hizo sonar una campanilla. Pronto vino un hombre, un sirviente que hacía las veces de ayudante de cámara. Algo le manifestó al oído, un nombre, pareció entender el otro interlocutor. También percibió la inmediatez de aquella llamada. No se podía imaginar cual sería la reacción de D. José, y por ello no dejaba de temerla.
El Obispo propinó un puñetazo sobre la mesa del despacho, volvía a acalorarse. Su impaciencia subía de tono mientras esperaba a la persona que había llamado. Tres siglos después se encontraba con los mismos problemas: la imposibilidad de acabar con el pecado, y además haciéndolo de un modo ejemplar. Ya se había imaginado como la nueva Inquisición, llamado por el Señor para acabar con el pecado, la vida libertina y con toda esa clase de gente que ya no creía en Dios. ¡Quemaría al pecado en el centro de la Plaza de Alfonso XII! Esos libros eran el pecado, al quemarlos empezaría un nuevo tiempo.
La puerta del despacho dejó entrever entre los cristales a un sacerdote que se aproximaba a través de la Sacristía. Unos ligeros golpecitos anunciaron su presencia en el despacho.
– Entre estimado padre Deán -le dijo D. José
Un hombre enjuto, de aproximadamente cuarenta y cinco años, con unas manos extremadamente largas y la nuez marcada en el final de la cara, se situó enfrente del Obispo, quien continúo manifestándole:
– Malas noticias nos trae Edelmiro. Los libros no aparecen, supuestamente fueron comprados por un hombre en nombre del Obispo de Tui. Quiero saber quién fue. Tengo mis sospechas pero quiero confirmarlo. Debe trasladarse a Tui con Edelmiro y recuperar los libros.
– No va ser tarea fácil. Ya conoce a Don Leopoldo Barja. No creo que vaya a colaborar. No lo ha hecho todos estos años de búsqueda.
– Ya lo dice el Evangelio, o estás conmigo o estás contra mí. Si no da el nombre de quien adquirió los libros participa de la herejía y debe pagar por ello, le espera la muerte.
– No lo entiendo Ilustrísima.
– Debes matarlo por hereje. El demonio no hace distinción de los seres en los que habita, incluso los que llevamos el magisterio de la Iglesia somos susceptibles de ser tentados. O muestra su arrepentimiento dando ese nombre o solo puede esperarle la muerte. Edelmiro se ocupara de él. ¡La daga del señor es un consuelo más placentero que la vida en el pecado!
El Obispo se giró sobre si mismo y les pidió que lo acompañaran. Volvió sobre sus pasos hasta el Templo. Se encontraba ya cerrado al culto. El silencio y una tenue oscuridad lo cubría todo en contrate con la luz y el jolgorio del exterior. Se dirigió a la pila del agua bendita. Dirigiendo a Edelmiro le dijo:
– Lava tus manos en agua bendita.
Así lo hizo Edelmiro. El Obispo cogió el hisopo, lo introdujo en la misma pila y recitando una oración en latín, rocío a ambos con aquella agua. Era su peculiar forma de indicarles que gozaban de un salvo conducto para realizar en nombre de la fe cualquier acto, incluso privar de la vida. La sangre se purifica con la bendición del Señor y a él correspondía impartir justicia en su nombre.