La corrupción aparece de nuevo en última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) como la segunda preocupación de los ciudadanos (47,8 %) solo por detrás del paro, e incluso prevaliendo sobre los problemas económicos. El incremento porcentual sobre la anterior encuesta responde, quizás, a la inmediatez en prensa de casos de gran repercusión mediática como son el juicio por el caso Nos y la Operación Taula, pero no oculta con ello que para los españoles el conjunto de delitos que englobamos bajo el nombre de corrupción (recogidos en el Título XIX del Libro II del Código Penal) constituyen una de sus inquietudes más relevantes, como ya reconocía el porcentaje del 39,2% que se recogía en la anterior encuesta CIS.
La corrupción un problema europeo
No se trata de una situación que centre exclusivamente la preocupación de los españoles, la comisaria europea de Interior, Cecilia Malmström, destacaba recientemente la relevancia que este problema tienen en el ámbito europeo, e indicaba que «tres cuartas partes de los europeos siguen considerando la corrupción como un gran problema en sus sociedades» y los resultados de la lucha contra el fraude en la UE son «insuficientes».
Sensación de pesimismo
Esta misma sensación de insatisfacción en la lucha contra la corrupción se encuentra presente en el ánimo de los ciudadanos españoles, quienes consideran, en un porcentaje elevadísimo, del 87,2 % que la situación es igual o peor que la correspondiente al año anterior. Los datos sobre transparencia aportados por la ONG Transparencia Internacional, no son mejores. En su estudio anual del año 2013 concluía que, España es el segundo país del mundo en el que más aumenta la sensación de corrupción, y que se reafirma en el estudio del 2015, situándose España en el puesto 36, por detrás de Lituania y Eslovenia y en medio de los países de Europa Occidental, muy lejos de los países nórdicos.
Al constante rosario de causas judiciales en curso, operaciones como los ERE o el caso Gurtel, se unen cada día a nuevas operaciones policiales, como los recientes Taula o Acuamed. Todo esto contribuye a formar una idea de la insuficiencia de los medios empleados en la lucha contra la corrupción, unido a la propia magnitud del problema, en continuo afloramiento. Sin embargo los números no ofrecen una realidad tan preclara, de 366 casos que se registraron en el año 2010 hemos pasado a 1108 en el año 2015, con un total de 3255 casos en la última legislatura, dejando 7140 detenidos. El avance exponencial en la lucha contra la corrupción deja abierta más una pregunta ¿Es tal la relevancia del problema que no se detiene el número de casos? ¿Reflejan realmente estas cifras una decidida lucha por acabar con el problema? ¿Son suficientes los medios empleados?
¿Cual es la entidad del fenómeno de la corrupción en España?
Difícil respuesta se nos ofrece a estas cuestiones, sobre todo si consideramos que gran parte de las respuestas surgen de un elemento subjetivo, la creencia generalizada, presente en las encuestas, de un país que vive sumido en una corrupción sin precedentes. No hay un criterio de valoración que indique el porcentaje de corrupción presente en nuestra administración, el único estudio de cierta relevancia es el ya citado, realizado por la ONG Transparencia Internacional que elabora un índice de percepción de la corrupción a través de las opiniones de expertos sobre la corrupción en el sector público. España con una puntuación de 58/100 se sitúa en un grupo heterogéneo de países, que sin presentar los controles sobre el funcionamiento de la administración pública necesarios, ni el nivel de transparencia semejante a los países europeos colocados en los primeros puestos, lleva a concluir a Transparencia Internacional que “España no tiene corrupción sistémica, como ocurre en un gran número de países, sino múltiples escándalos de corrupción política en los niveles superiores de los partidos y de los gobiernos”.
Indicadores del nivel de corrupción
Estos países con bajos niveles de corrupción presentan una serie de características comunes, altos niveles de libertad de prensa; acceso a información sobre presupuestos que permite al público saber de dónde procede el dinero y cómo se gasta; altos niveles de integridad entre quienes ocupan cargos públicos; y un poder judicial independiente que no distingue “entre ricos y pobres”. Se pueden hacer muchas consideraciones en torno a la situación de estos cuatro indicadores en nuestro país, y desde luego apreciar las notorias deficiencias que se observan en cada uno de ellos en relación a una situación óptima.
Las limitaciones de la libertad de prensa derivadas de la concentración de medios y la proximidad a los gobiernos de turno, lo mucho que queda por hacer en la implantación de la legislación sobre transparencia, la necesidad de una nueva cultura en el hacer político que limite los amplios márgenes de discrecionalidad en la gestión de los recursos públicos o la necesaria modernización de la justicia para eliminar la notoria lentitud y las dificultades que se observa en la tramitación de muchas macrocausas, creando una sensación de impunidad que cala profundamente en la sociedad. A pesar de todo ello, día a día observamos cómo estos controles periodísticos, judiciales o meramente ciudadanos, se van convirtiendo en una punta de lanza que cada vez otorga más transparencia al hacer público.
¿Por qué persiste entonces la sensación de impunidad?
A pesar del número tan elevado de procedimientos penales que se sigue en nuestros Juzgados y Tribunales, la complejidad de los asuntos, la escasez de medios y la lentitud con la que se llevan a juicio estos asuntos, contribuye significativamente a dilatar la inmediatez de una respuesta penal a estos asuntos. De los 2.173 casos que en abril de 2013 estaban clasificados como “complejos” por el Consejo General del Poder Judicial, 1.661 están relacionados con casos de corrupción o de delitos económicos.
Los jueces que llevan este tipo de asuntos, salvo en contadas excepciones, compatibilizan su gestión con la marcha ordinaria de los restantes asuntos del juzgado. Resulta extremadamente difícil conseguir aumentar, aunque sea de forma temporal, la plantilla personal del juzgado, tanto con la inclusión de nuevos funcionarios, los cuales proceden en la mayoría de las ocasiones de bolsas de contratación temporal, como lograr que se asigne un juez de refuerzo que permita dedicarse en forma exclusiva a la tramitación de estos asuntos.
No son las únicas dificultades, como bien exponían los Jueces Decanos en su reunión de Sevilla, la ausencia de una policía judicial que dependa orgánicamente del poder judicial, o la posibilidad de contar con peritos contables encuadrados en la organización judicial, permitiría soslayar gran parte de los obstáculos con los que se encuentran la tramitación de estas causas.
Pequeños atisbos de mejoría
Sin embargo y a pesar de estas dificultades se han ido dando pasos en la mejora de esta situación. En este sentido debe destacarse la posibilidad de adscribir a la tramitación de estos asuntos a jueces de otros ordenes jurisdiccionales que apoyen técnicamente al juez instructor. Medida positiva, pero aun distante de la posibilidad de adscribir equipos judiciales que bajo la figura de un juez director pudiesen terminar con las macrocausas de mayor relevancia, asuntos como el caso ERE cuentan con más de 270 imputados, implementando criterios de eficacia que no tienen porqué estar reñidos con la independencia jurisdiccional. La modificación de las reglas de conexidad y la creación en el CGPJ de la unidad de apoyo a las causas de corrupción, constituyen otras avances en este camino de reforzar la eficacia. Tampoco faltan aportaciones en los programas de gobierno de los partidos políticos, como la constante y desafortunada modificación de los tipos penales, o las propuestas de una Oficina Anticorrupción de Podemos.
La limitación de los plazos de instrucción.
Sin embargo, no todo han sido noticias positivas, la reciente introducción de limitación de los plazos de instrucción parece difícil de salvarse en asuntos de esta complejidad. Las estadísticas evidencian la dificultad de cerrar estas instrucciones en el plazo máximo de 18 meses, y más cuando esta medida temporal no ha ido secuenciada de un conjunto de actuaciones que pueden facilitar la celeridad que se demanda. ¿Alguien puede considerar suficientes las aportaciones positivas que comentábamos para limitar sustancialmente los tiempos de instrucción?.
La respuesta no hace falta adelantarla, veremos asuntos que se cierran al límite, quizás incluso con deficiencias ante la exigencia de cumplir los plazos, y también veremos caducidades, alguna tan relevante que movilice a la sociedad definitivamente en la exigencia de una respuesta judicial acorde a la preocupación que genera el problema. Respuesta que esta íntimamente ligada a cambios normativos, de medios materiales y de gestión. No se puede mantener la misma estructura de un juzgado para dar respuesta a los problemas del siglo XIX para los que fue concebido, y pretender con ello lograr la celeridad en la respuesta de asuntos complejos que demanda la sociedad de hoy.