La intervención del Ministro de Justicia ante la Comisión de Justicia del Congreso exponiendo las líneas maestras de la legislatura, anunciaba, como uno de los objetivos de la misma, el viejo proyecto de otorgar la instrucción al Ministerio Fiscal. No hay que echar mucho la vista atrás para recordar esta reiterada promesa en boca de los últimos ocupantes de la calle San Bernardo. Los proyectos de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal de los ministros Caamaño y Gallardón, a pesar de corresponder a fuerzas políticas de distinto signo, incidían en la atribución de la instrucción al Fiscal.
El Ministro anunciaba la redacción de un nuevo proyecto. Las palabras del Ministro al indicar «tenemos una labor de estudio, muy profunda y seria, iniciada en el 2011 y continuada en el 2012, bajo gobiernos de distinto signo y con textos de calidad jurídica que permiten arrojar una luz para abordar «bien» una tarea realmente compleja», eran premonitorias de lo que parecía una palmaria intención, acoger las ideas principales de lo que fueron los dos últimos intentos de reforma de la LECr. Cuando ya se ha mediado la legislatura y comenzamos la andadura final, el Ministro vuelve a anunciar la inmediatez de la presentación de un nuevo proyecto que contempla la atribución de la instrucción al Ministerio Fiscal. Difícil será que veamos publicado en el BOE el anunciado proyecto, más bien contaremos con un tercer intento que va a sintetizar los dos anteriores, con una vocación de permanencia que difícilmente logrará.
Las deficiencias del actual sistema.
En ambos proyectos se parte de una misma premisa, aquella que considera, en palabras del propio Ministro de Justicia, a «la figura española del “juez instructor” como un anacronismo en Europa, y que existe consenso en que ese modelo debe sustituirse por el del “fiscal investigador”. En este mismo sentido, el Preámbulo del Proyecto de Código Procesal de Gallardón, considera al Juez Instructor como «heredero del inquisidor», «llamado por Ley a esclarecer la verdad desde la sospecha contra el imputado». Siendo este ejercicio de la función instructora por el Juez, «una patología estructural de la legislación vigente» que obstaculiza el «sistema de garantías procesales que fue introducido por la Constitución de 1978» e impide «el fortalecimiento del derecho de defensa», según el texto del Proyecto de Reforma impulsado por el Ministro Caamaño.
Como vemos, escasa distancia separa a ambos textos en el planteamiento del problema. Identidad que también se observa al derivar del sistema vigente una misma consecuencia, «el desplazamiento del centro de gravedad del proceso penal del juicio oral a la instrucción» como dice el Código Procesal Penal. Remarcando el Proyecto de Reforma que se «potencia el valor de las diligencias sumariales y devalúa el de las pruebas del plenario».
Nos describen pues, a un Juez Instructor que ha perdido la imparcialidad al realizar su labor desde la sospecha de la imputación, en el que se han acumulado potestades que son ajenas a la función de juzgar, y que además son ajenas con su correcto ejercicio. Elevando la sospecha de esa falta de imparcialidad a la toma de las decisiones básicas del proceso, como son el sobreseimiento o continuación del procedimiento.
Y acaban concluyendo que «la fidelidad de la práctica forense a las reglas básicas del sistema procesal penal sólo puede asegurarse restaurando al juez en la posición de garantía que constitucionalmente le corresponde».
La necesidad de la reforma
El Pacto de Estado para la Reforma de la Justicia del 2001, que en tantas materias ha supuesto un antes y un después, ya contemplaba la necesidad de elaboración de una nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal. No era este un planteamiento novedoso sino la consecuencia de una ley enclavada en tiempo, sometida a múltiples parches (75 reformas parciales se han producido en la misma desde su promulgación), e incapaz de dar respuesta a las nuevos medios de investigación penal, y a la necesaria agilización de una justicia penal falta de la plenitud de garantías.
Nadie niega la necesidad de afrontar un nuevo texto normativo, ni tampoco que el centro del debate se sitúe en torno al módelo de instrucción, constituyendo el verdadero núcleo de la configuración de un nuevo sistema procesal penal. A pesar de lo indicado en los textos reseñados, no se trata de un debate ya cerrado, ni en el ámbito judicial ni tampoco en la totalidad de la doctrina. Si en esta parece haber un criterio favorable al cambio que se propone, no faltan autores, sin embargo, de relevancia notoria como Andrés de la Oliva, para quien «no es sano que quien tiene encomendado acusar sea también el que dirige la investigación».
La judicatura tampoco muestra unanimidad en la postura a adoptar, como refleja la reciente encuesta del CGPJ que mostraba un 52% de la carrera judicial a favor de la instrucción al fiscal.
Esta pluralidad se ha observado en los distintos y opuestos planteamientos que contienen los pronunciamientos que se han ido produciendo en el seno de la misma. Así los Jueces Decanos en su reunión anual del año 2015, cuestionaban que no se hubiese afrontado en la última reforma de la LECr el cambio de modelo, indicando que «se ha perdido una gran oportunidad para dar la instrucción al fiscal».
Frente a este criterio, se observa una postura reticente, de manifiesta oposición en alguna de ellas, por parte de las Asociaciones Judiciales. La Asociación Profesional de la Magistratura se muestra «escéptica» ante la implantación; Francisco de Victoria indica «que el modelo de Juez Instructor ha funcionado en España» y Jueces para la Democracia » considera necesario un nuevo Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal».
No encontramos, pues, una unanimidad de posiciones, ni doctrinal ni judicialmente, que imponga la necesidad del cambio de modelo, sino que al contrario, vemos tantas voces reticentes como aquellas que afirman su necesidad.